Hace unas semanas publiqué en este mismo espacio una traducción sobre la experiencia de una chica en el espectro. Ella había descubierto a posteriori que sus episodios de fatiga habían comenzado cuando se propuso ser más sociable. Pero, gracias a ese descubrimiento, pudo desarrollar una estrategia para controlar sus niveles de fatiga.
Después de traducir el texto, me propuse a mí misma hacer un análisis retrospectivo de mi vida y analizar desde cuándo había sufrido de fatiga. Bien es cierto que en el último año he sufrido episodios prácticamente constantes de fatiga, especialmente en invierno debido al estrés que supuso mi situación personal. Pero, después de pensar detenidamente, me he dado cuenta de que la fatiga ha sido una compañera constante.
Infancia
Yo era una niña cansada. Muy cansada. Me era imposible levantarme a tiempo para ir al colegio. Y, cuando llegaba allí, les niñes, el ruido y las luces no mejoraban mucho la situación. Por instinto, siempre trataba de jugar o sentarme sola. Así podía centrarme en aquello que quisiera hacer sin ser interrumpida. Pero no solía funcionar. Y aquello me agotaba. Nunca quise que me hicieran caso. Y saber leer a la perfección a mis seis años no ayudaba a mi propósito de pasar desapercibida.
Para rematar, a esa edad fue cuando empecé a tener problemas serios de bullying. Me cambié de colegio dos veces, algo que incluso empeoró la situación. ¡Dichosa gordofobia!
Desde tercero de primaria tenía que levantarme a las siete de la mañana para poder ducharme, vestirme, desayunar y coger el autobús que me dejaría en el colegio. Yo, como persona nocturna, lo pasaba fatal. Así que, al acabar el largo día escolar, mi cuerpo me pedía dormir.
Adolescencia
La ESO fue incluso peor. Tenía que seguir levantándome a las siete de la mañana. Pero, en lugar de estudiar de nueve a dos, lo hacía de nueve a tres. Aquello implicaba una hora más en una clase abarrotada de gente cuyas hormonas estaban empezando a hervir violentamente, mientras tenía que aguantar el esfuerzo de permanecer en una clase que recibía una ingente cantidad de luz solar mientras un profesor se desgañitaba con la lección. Y peor: a esa hora tenía hambre. Me era imposible funcionar.
Por lo tanto, mi nueva rutina fue llegar a casa, comer y dormir una siesta que solía durar dos horas. Y luego, por la noche, no podían faltarme mis ocho horas. Así estuve durante toda la secundaria.
Mi primera regla fue bastante pronto. Y descubrí que desde dos o tres días antes hasta que terminaba el periodo estaba terriblemente cansada. Más de lo normal. Aún tengo que vivir con esto.
La secundaria también me fue muy difícil porque en segundo tuve que hacer frente al accidente laboral que sufrió mi padre, y dos años después a un accidente de tráfico que también tuvo que sufrir mi padre. Mis recuerdos de esta época están bastante bloqueados, y lo poco que recuerdo es que incluso mi rendimiento académico se fue al garete. Y, obviamente, necesitaba cantidades ingentes de descanso y tiempo a solas. Los libros me ayudaron mucho. Incluso recuerdo haberme leído el cuarto libro de Harry Potter en una semana.
Bachillerato tuvo cosas buenas y malas. Pero la peor sin duda fue la fatiga. Debido a que el instituto me quedaba lejísimos y encima los horarios eran de ocho a dos, no me quedaba más remedio que levantarme entre las cinco y las seis. Eso si quería coger el autobús y llegar a tiempo sin tener que hacer autostop, claro…
Era sociable. No demasiado. Pero era sociable. No tanto como lo fui en la ESO (¡Error, Sariel del pasado, ERROR!), pero era sociable. La cuestión es que ni me molestaba en fingir. Era una gata gótica. Con buena pluma y unas ideas que muchos tacharían de diabólicas. Y, aun así, tenía una amiga.
Lo único malo del primer año de bachiller fue tener que enfrentarme a educación física. Siempre ha sido mi gran problema. Aunque tengo mucha resistencia física para el cuerpo que tengo, el ejercicio físico me desgasta mucho mentalmente. Y si de normal acababa quedándome prácticamente dormida en el autobús de vuelta a casa, los días de educación física eran días de dormir en el autobús, llegar a casa, comer y dormir la siesta.
Segundo fue muchísimo más llevadero por el hecho de no tener la dichosa asignatura de marras. Pero la fatiga seguía ahí. Dormía bien por la noche, me aseguraba de alimentarme todo cuanto necesitaba y procuraba cuidarme todo lo que podía. Pero era llegar el sábado y necesitar el día vago. Y el domigo igual.
Un detalle ¿divertido? sobre segundo: creía y aún creo que mi tutor pretendía ciertas cosas conmigo. Cosas románticas o sexuales. Y yo no era la única que lo pensaba. A saber. Para colmo, era mi profesor de lengua castellana. Me apuesto mi 3DS a que más de une pensaba que haríamos buena pareja y todo…
Edad adulta
Si me permitís la expresión, vulgar a más no poder, la universidad fue una patada en los huevos.
Duré dos años. No sé ni como. Pero aguanté dos años. Y sin ayudas de ningún tipo.
Contexto: pensad que durante la ESO me diagnosticaron como Asperger. Lo único que hicieron conmigo fue sacarme durante las clases de francés un día a la semana para aprender a diferenciar expresiones humanas. Solo eso.
Por lo tanto, nunca hubo ajustes curriculares para mí. Me veían inteligente. Demasiado. Pero nunca se les ocurrió adelantarme ningún año a pesar de que podía claramente con el desafío y, qué narices, yo me aburría en el colegio cosa mala. Y tampoco se les ocurrió que quizá necesitaba estudiar a tiempo parcial. Por lo tanto, basándose únicamente en mis boletines de notas, llegaron a la conclusión de que no necesitaba ayuda. Eso fue más o menos verdad, hasta que llegué a la universidad.
¡Clases de hora y media! ¡Profesores más descafeinados que el agua! ¡Asignaturas más aburridas que una pared blanca! ¡El infierno hecho institución!
Y, para rematar, yo fui una de las primeras cobayas que vivieron en sus carnes ese despropósito educativo conocido como plan Bolonia. ¡Lleve los despropósitos de sus días de colegio a su alma máter por tan solo una matrícula que únicamente podrá pagar teniendo una beca o vendiendo sus órganos!
Así que sí, estaba OBLIGADA a ir a clase. Como una niña pequeña. Pero una niña pequeña bien desarrollada, con pintalabios negro y unas ganas tremendas de escribir. Pero solo de escribir. Y desgraciadamente, filología no es una de esas carreras que premien la creatividad. De hecho, la creatividad literaria hoy en día no se premia. No al menos en los países hispanohablantes.
Las asignaturas del primer año eran tan de chiste que incluso inglés tenía una dificultad ridícula. Me era más productivo columpiarme las clases y jugar a videojuegos antes que ir. Incluso con el riesgo de suspender y afectar mi beca del año siguiente. E inglés no fue la única clase que acabé por columpiarme descaradamente.
A pesar de que hacía estos “ajustes” en mi vida, huir de la fatiga era imposible. Para mi desgracia, vivía en una residencia universitaria tan barata como llena de cucarachas. Juraría que incluso había más cucarachas que residentes humanes y felines juntes. Así que sin darme cuenta estaba siendo sociable otra vez. Y en mi clase también lo era. Eso sumado a las interminables clases de hora y media que consumían todos los recursos de mi cerebro, acababa llegando a mi habitación y desplomándome en la cama. Día y noche. Era la Bella Durmiente en versión gótica.
Aunque sobreviví al primer año con unas notas aceptables, el segundo año fue cuando me rompí totalmente. Aunque tenía interés en las asignaturas de mi carrera, éstas estaban tan mal enfocadas que me era imposible centrarme en cinco asignaturas por cuatrimestre. Y morí de fatiga. Levantarme de la cama era todo un milagro. Salir de mi habitación era un signo del fin del mundo. Ir a clase era, sencillamente, otro multiverso.
Lo único que me ayudó a sobrevivir ese tiempo fue la soledad de mi situación. Vivía sola, lejos de mi familia y el poco contacto social que tenía era con personas que no me provocaban mucho cansancio y con los que conversar era muy entretenido. Aún soy amiga de estas personas, y espero que dure muchos años.
Y después de ese año, decidí dejarlo, volver a casa y estudiar otra cosa que no me consumiera tanto. Y no en esa universidad fascistoide. De hecho, ni siquiera la había elegido. Fue una de las “exigencias” de mi madre. Sí, la misma madre que nunca hizo nada para que me aceptara como autista.
Tuve un año sabático debido a la burocracia que suele representar el sistema educativo. Aunque fue un año genial en el que escribí muchísimo, conocí a alguien a quien le tengo muchísimo aprecio e incluso empecé a aceptarme tímidamente, la situación de maltrato familiar que empecé a vivir hizo que, en lugar de un año terapéutico, fuera un año de pesadilla. Sí, mi fatiga remitió, pero mi salud mental se resintió considerablemente.
Aunque conseguí volver a estudiar algo, mi elección tampoco fue muy sabia. Peluquería. Que sí, me gusta teñirme el pelo y cortármelo yo misma. ¡Y me queda bien! Pero hacérselo a les demás y encima como profesión definitivamente no es lo mío.
Mis clases eran una mezcla de práctica y teoría. Mientras en las prácticas era mediocre e incluso mala, en la teoría era algo así como la superestrella. A pesar de que día sí día también me quedaba profundamente dormida. Ronquidos includos. Como el profesor repartía apuntes escritos, no necesitaba estar escuchando la clase. Con pasar una tarde con el temario me era suficiente para asimilar todo el contenido y sacar buenas notas.
Sin embargo, esas siestas no evitaban que me quedara completamente dormida en el autobús de vuelta a casa. Eso si conseguía dormir, ya que al acabar las clases me sentía tan cansada que necesitaba comer algo con azúcar. Y si no lo hacía, lo más probable era que acabara con mareos y dolores de cabeza.
Y sí, en casa también dormía. Y no solo por la noche. Me refiero a mi sagrada siesta. Pero fuera de eso, trataba de pasar todo el tiempo posible fuera de casa o enganchada a internet con el móvil. Vivía para evitar a mi maltratador y tramar un plan para salir de ahí. Y sí, eso acababa por consumir la poca energía que me quedaba después de los estudios. De ahí mi gran y obvio episodio de fatiga.
Al acabar el curso pude salir de mi casa, con la única ayuda de mi padre. No os aburriré con los detalles, pero acudí a servicios sociales explicando la situación, pedí ponerme en tratamiento psicológico para que mi salud mental no fuera a peor y en el instituto sabían lo mal que lo pasaba. Y nadie hizo nada. Y en casa, mi maltratador y su cómplice eran los tiranos. Mi padre era solo una marioneta que sufría lo mismo que mis hermanos pequeños y yo. Y, sin embargo, nadie hizo nada. Es un secreto a voces. Pero nadie hace nada. Fui demasiado sabia escogiendo huir. Yo sola no podía, ni puedo luchar contra eso.
Mi huida ocurrió hace tres años. Y paradójicamente, he estado en tres sitios diferentes por periodos similares de tiempo.
El primer año, aunque fue cuesta arriba, pude sobrellevarlo incluso trabajando. Arrastraba secuelas obvias de la situación que había tenido que vivir con mi ¿familia?, pero los primeros meses tuve la suerte de tener cierta vida social que me hizo olvidar casi todo lo malo que había vivido. Pero las cosas se torcieron y acabé psicológicamente mal otra vez, lo que desembocó en otro capítulo obvio de fatiga. Y no terminó hasta que mi mejor amigo me acogió casi como a su hermana.
El segundo año, ya con mi amigo, aunque fue muy complicado, no me supuso fatiga casi en absoluto, salvo en un punto muy concreto y por las circunstancias a las que tuvimos que hacer frente. No tenía vida social, salvo con él y su hermana. Y tampoco es que me interesase. Quería trabajar, pero al no saber el idioma era imposible, así que acabé recluyéndome en casa. Debo añadir que a él siempre le pareció muy raro que necesitara dormir tanto, e incluso me tachó de vaga por esta razón. Creo que aún no entiende que realmente necesito descansar más que la gente neurotípica, pero al menos ya no hace comentarios ofensivos sobre esto.
Este último año ha estado marcado por la fatiga. No ha sido un año tan malo como mi segundo año de universidad o mi año en formación profesional. No obstante, la fatiga me ha acompañado prácticamente todo el tiempo. Debido a las circunstancias a las que he tenido que hacer frente desde entonces, además de lidiar con los aspectos negativos que trae mi autismo (siendo la fatiga mi peor enemiga en este último año), tengo que sobreponerme a mi estrés postraumático y, recientemente, a mi depresión. Y todo esto sin ningún tipo de tregua. Siempre estoy ocupada. Siempre estoy agotada. Sé que tengo que hacer muchísimas cosas. Pero no alcanzo. Y estoy en unas circunstancias tan desfavorables que, incluso con la ayuda que tengo, todo se me hace cuesta arriba.
Así que sí, mi fatiga ha alcanzado tales niveles que he llegado a quedarme dormida en sitios públicos en los que no está socialmente bien visto dormir. Y sí, han tenido que despertarme. Varias veces. Por suerte, esto ya no me sucede, ya que estoy muy atenta a las necesidades de mi cuerpo. Pero eso no significa que mi fatiga esté remitiendo. Solo la estoy sobrellevando lo mejor que puedo.
Conclusión
Aunque este texto narra con cierto storytelling mi experiencia vital con la fatiga, lo cierto es que cualquier autista podría reflejarse en las situaciones que he tenido que vivir. Obviamente, la fatiga a seguir acompañándome a lo largo de la vida, pero ahora que soy totalmente consciente de esta compañera, puedo usar estrategias de control para no sucumbir al eterno cansancio. Poco a poco me van funcionando y, aunque tengo picos de fatiga puntuales después de colapsar, tengo la impresión de que tengo alguna que otra cuchara extra para hacer frente a mi vida diaria.
La fatiga también me acompaña. ¿Qué hago?
Independientemente de tu situación personal, si te has visto reflejade en mi experiencia personal es muy probable que estés experimentando fatiga. No hay un medicamento o una panacea que te cure mágicamente del cansancio, pero sí puedes tomar ciertas estrategias de control para disminuir su impacto en tu vida diaria y puedas funcionar con relativa normalidad.
Los siguientes consejos pueden ayudarte a reducir y controlar tus niveles de fatiga. Aunque estos son los que a mí me funcionan, quizá haya algunas cosas que produzcan el efecto contrario en ti. Investiga y experimenta todo cuando necesites.
Descansa. Cuídate de dormir ocho horas por la noche, incluso aunque tu biorritmo te pida dormir de día. El cuerpo descansa mejor de noche. Asegúrate de que tu cama es cómoda, tu habitación esté a oscuras y la temperatura sea agradable. Si con ocho horas no tienes suficiente, prueba a aumentar a diez. O, si no quieres dormir tanto por la noche y puedes hacerlo, siempre puedes dormir una pequeña siesta, preferiblemente después de la hora de la comida.
No tengas reparos en tomarte un día a la semana solo para descansar. Muchas veces, aunque sigas un protocolo bien definido para controlar tus niveles de fatiga, al final, por muy bajos que trates de mantener los niveles, si no tomas días de descanso, ésta acabará por ganar la batalla. De ahí la importancia de dedicarte un día a ti misme. Puedes pasar todo el día en la cama con la consola, ver esa serie que tantas ganas tienes de empezar, cocinar algo, darte un baño con mucha espuma o incluso dormir tanto como el cuerpo te pida. Nadie mejor que tú sabrá qué cosas consiguen que te sientas descansade.
Come sano. Sé que es difícil. Vivimos en un mundo con prisa y la comida precocinada, congelada y enlatada está a la orden del día. Eso por no hablar de los centenares de restaurantes de comida rápida que pueblan nuestras calles. Entiendo que ese kebab de la esquina, esa pizza del supermercado o esa lasaña que solo necesita dos minutos de microondas son alternativas rápidas y que muches elegíriamos día sí día también. Yo lo haría si pudiera. ¿Pero qué pasa? Que si como así de mal, al final mis niveles de fatiga suben como la espuma. Y si quiero funcionar adecuadamente, no me queda más remedio que comer lo más sano posible. No te sugiero que hagas una dieta especial o que empieces a comer cosas que realmente odias. Simplemente procura comer fruta y verdura. Aunque solo sea la que más te guste. Recuerda beber mucha agua y no abusar de las grasas. Deja la pizza para cuando te sientas demasiado cansade para cocinar o simplemente te apetezca complacerte en tu día de descanso.
Evita la cafeína por la noche, a menos que tengas una buena razón para permanecer despierte. Si no lo haces, a pesar de que tu dormitorio sea el mejor lugar del mundo para dormir, no vas a poder descansar. Así que no bebas café, té, bebidas de cola o bebidas energéticas tres horas antes de irte a dormir. Si, a pesar de seguir esta recomendación te cuesta conciliar el sueño, prueba a aumentar a cuatro horas.
Cuida de tu salud mental. Si tu cuerpo y tu mente están sanos, te será más fácil controlar tus niveles de fatiga. Si lo necesitas y te es posible, acude a une psicólogue, une consejere o habla con une buene amigue. Si necesitas tomar medicación, tómala. Si ésta te causa efectos adversos, habla lo antes posible con tu servicio de salud mental para sustituirla. Si tu salud mental está en un punto crítico, ten siempre a mano los números de emergencia y ayuda de tu país. Procura mantenerte en contacto con aquelles que te apoyen. En caso que seas autista no verbal o te resulte muy díficil hablar cuando te sientes sobrecargade, asegúrate de tener a alguien de confianza a quien puedas escribirle, ya sea por SMS, chats, o redes sociales. También puedes probar CrisisChat.org si sabes inglés y puedes acceder a internet.
Dedícate un poco de tiempo cada día. Media hora o una hora solo para ti pueden ayudarte a controlar la fatiga y el estrés de la vida diaria. Haz algo que te relaje. Puedes darte un baño, leer, escribir, colorear o cualquier otra cosa. Es tu tiempo de relax.
Identifica los factores que agravan tu fatiga. Además del contacto social prolongado, las multitudes, los ruidos, las luces fluorescentes o los cambios imprevistos, pueden existir otros factores que hagan que tus niveles de fatiga aumenten. Trata de identificarlos y evitarlos en la medida de lo posible.
No te sobreesfuerces. Sé que suena complicado no sobreesforzarse en una sociedad que nos pide que seamos la mejor versión de nosotres mismes hasta para cuando bajamos a comprar el pan. Está bien esforzarse, pero también hay que conocer nuestros límites. Si sabes que hay algo que no puedes hacer, simplemente no lo hagas. Forzarte a ello hará que te sientas más cansade y fatigade.
Y recuerda: no debes sentirte culpable por cuidar de ti misme. Les autistas tenemos una cantidad limitada de energía cada día, y tenemos que cuidarnos mucho de no extenuarnos. Tomarnos en serio nuestro descanso y nuestra salud hace que podamos funcionar mejor. Estás haciendo justamente lo que necesitas.